No desperdiciar la oportunidad

Como ocurre con el caso Nisman, las circunstancias convirtieron al caso Matteotti en un magnicidio. El asesinato del joven y activo diputado socialista, en junio de 1924, sacudió a la sociedad italiana y colocó a Mussolini, todavía mal asentado en el poder, al borde del derrumbe. Por entonces la oposición, impulsada por Matteotti, se mostraba más activa y precisa que en 1922, cuando Mussolini llegó a la jefatura del gobierno. Los socialistas habían abandonado la postura revolucionaria del «bienio rojo», y se concentraron en cuestionar la legitimidad republicana del gobierno. El otro partido opositor de peso, el Popular, dirigido por el sacerdote católico Luiggi Sturzo, había abandonado su apoyo inicial al gobierno de Mussolini y activaron su red de organizaciones gremiales y campesinas católicas. El «delitto Matteotti» les sumó una ola de indignación moral generalizada, que sacó de la indiferencia a la adormecida sociedad civil. En las ciudades, grandes y chicas, proliferaron los periódicos y los movimientos de opinión, alineados tras los partidos opositores. Todos reclamaban la renuncia de un jefe del gobierno, sospechoso de ser el responsable político del asesinato.

En ese momento Mussolini se sintió al borde del precipicio. Concedió que se juzgara y condenara a tres militantes fascistas. Pero también contraatacó, consiguiendo el respaldo del rey, el ejército y el papa. Pío XI se ocupó de dividir al partido Popular, desautorizando cualquier acuerdo con los socialistas e impulsando un grupo católico pro mussoliniano. Don Sturzo, amenazado de muerte y sin el respaldo de la Iglesia, abandonó el país. Los partidos liberales tradicionales se mantuvieron distantes. Los socialistas sintieron la pérdida de Matteotti, que había revitalizado al partido. Los comunistas y los socialistas maximalistas abandonaron el buque opositor, descalificando como «burgueses» tanto a los fascistas como a los opositores.

En cuanto a la indignación moral, la ola llegó a su pico, y se desinfló antes del fin de ese año, en parte por la represión fascista, pero sobre todo por la desilusión ciudadana, al no encontrar en los políticos una propuesta conjunta, creíble y vigorosa, para oponer a un gobierno que podía sumar al rey, el papa y el ejército. A principios de 1925, Mussolini, fortalecido, asumió la responsabilidad política del crimen, proclamó la dictadura y mandó a la cárcel o al exilio a todos los disidentes. La mal avenida oposición había dejado pasar el momento.

No hay nada estrictamente comparable entre la Italia de 1925 y la Argentina de 2015. Noventa años es mucho tiempo. No tenemos ni rey ni papa, ni un ejército activo. El fascismo era entonces joven, y el kirchnerismo está en su vejez, y los niveles de radicalización y violencia son incomparables. Y sin embargo, hay una serie de analogías que, usadas con cuidado, revelan los mecanismos de la política y ayudan a pensar hipótesis y aclarar alternativas.

Como en el caso Matteotti, la muerte de Nisman está produciendo un pico de indignación y de espanto: alguien ha traspasado el límite que existe entre las palabras o las amenazas y la muerte. Una abrumadora mayoría responsabiliza a algún sector del Estado o del gobierno, y los pasivos o conformistas son menos, un dato importante, pues en estos años la indiferencia, combinada con el militantismo, ha sido parte central en la hegemonía kirchnerista. Hay indicios de que ese bloque se está resquebrajando, y el reclamo por la institucionalidad, que florece en muchos ámbitos de la sociedad civil, encuentra hoy un eco mayor. Así lo indica la repercusión que ha tenido una declaración reclamando verdad y justicia, promovida por el Club Político Argentino, a la que ha adherido -junto con políticos y ciudadanos- un número llamativo de asociaciones solidarias, profesionales y empresarias.

¿Cuánto tiempo puede mantenerse esta nueva tensión? En el caso Matteotti, duró solo seis meses. Es raro que movimientos de este tipo se sostengan mucho tiempo, a menos que tengan objetivos alcanzables o que encuentren un canal político que los sostenga. Lo primero es difícil: no hay muchas perspectivas de que la Justicia llegue pronto a un resultado convincente. Lo segundo es un problema clásico de los movimientos sociales: quiénes son los que pueden darle forma política. En Italia, la oposición fracasó por sus limitaciones. Entre nosotros, las perspectivas son todavía poco claras.

Los políticos opositores no llegan a satisfacer las expectativas de la sociedad civil opositora, su base electoral, que les reclama algún tipo de acuerdos y una opción electoral consistente. Es desconcertante el escaso interés de los candidatos por llegar a alguna propuesta común. Ante el caso Nisman, deberían haber estado juntos, con foto y bandera, exigiendo verdad y justicia. Más preocupados por diferenciarse entre sí que por responder a las demandas sociales, incluso dejan descolocados a sus voluntariosos parlamentarios, que empeñosamente tratan de tejer acuerdos interpartidarios. Otra vez, el caso Matteotti recuerda las consecuencias de esta cortedad.

Las elecciones de este año serán diferentes de las parlamentarias de 2013. Cuando se trata de elegir un presidente, la disconformidad con el gobierno no alcanza para cambiar de conducción. Se necesita ofrecer a los votantes algo diferente, que sea consistente y creíble. Las bases para un programa opositor están dadas, pues ya se ha gestado un sólido acuerdo sobre las cosas urgentes, que alcanzan para cubrir la agenda del próximo presidente. Son tareas de reconstrucción de la institucionalidad y del Estado, necesarias para encarar cada uno de los problemas específicos, como la seguridad, la inflación o tantas otras, y para hacer un gran esfuerzo conjunto que reduzca la brecha social. Algunos arguyen que hay diferencias insalvables, pero nunca explican su relevancia para esta tarea de reconstrucción. Además dan por hecha la victoria de alguno de los opositores, lo que no debe darse por seguro.

Para ser creíbles, los opositores deben demostrar que poseen capacidad para timonear el barco en medio de la tormenta y ejecutar un programa de reconstrucción, que provocará resistencias. Ninguna fuerza política podrá hacerlo por sí sola, y hoy la única alternativa para llegar al gobierno y para poder gobernar es un compromiso muy explícito para conformar una mayoría sólida y coherente. Los políticos opositores vienen rehuyéndolo, y ni siquiera el caso Nisman alcanzó para motivarlos.

Hoy esta debilidad no se advierte tanto, debido a la profunda crisis en que está el Gobierno. Nunca estuvo tan débil. Se lo advierte en sus reflejos contradictorios, sus alevosas falsedades y sus cortinas de humo. No saben qué hacer con la muerte de Nisman. Pero no hay que olvidar su probada capacidad de reacción, su decisión de no darse nunca por vencido. Si superan el chubasco, quizá puedan salir adelante. Dependerá de lo que ofrezcan los opositores, pues, aun golpeado, el Gobierno sigue en el centro del ring. Por otro lado, también les queda una alternativa extrema, violenta o extraconstitucional, como lo hizo Mussolini seis meses después de la muerte de Matteotti. Nada se puede descartar en quienes han declarado que irán por todo.

En suma, Gobierno y opositores se encuentran hoy ante una situación decisiva y contingente, sin final decidido. Los recursos de uno y otro son muy diferentes y difíciles de comparar. Si la Argentina fuera una república plena, no hay dudas de que las mayores posibilidades están del lado de los opositores. Pero no lo es, de modo que el resultado está abierto. Las ocasiones políticas, como los partidos de fútbol, no se definen por méritos. Se requiere una dosis de virtuosismo, de decisión, de claridad para definir el núcleo del problema, que por ahora los opositores no tienen. Los antifascistas desaprovecharon la oportunidad creada por la muerte de Matteotti; Mussolini no la dejó escapar. Hoy, estamos ante una oportunidad similar. Está en juego el destino de la República.

Luis Alberto Romero, Socio del CPA

La Nación, 4-2-15

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