Bastantes críticas ha recibido James Robinson por el artículo que escribió en El Espectador el pasado domingo. El artículo cuestiona el enfoque puramente agrarista que le quiere dar al problema de la modernización regional, en particular a la reducción del asunto a un problema de distribución y devolución de tierras. Robinson propone, por el contrario, dejar a un lado el problema agrario y centrarse en otros aspectos de la modernización como la educación.
Era apenas normal que llovieran críticas. El tema de tierras en Colombia involucra aspectos sensibles que rebasan la pura modernización. En sí lo que se quiere también con las propuestas agraristas es resolver el tema de la desigualdad que es crítico bajo cualquier medición que se haga. Del mismo modo hay un tema de justicia y reparación por la cantidad de campesinos que fueron desplazados y expropiados.
Sin embargo, hay que reconocer que Robinson apunta a un asunto central de la discusión que es recurrentemente obviado por las ansias de redistribución y justicia. Más allá de la tierra lo que los campesinos y la gente de las regiones quieren es hacer parte de una sociedad moderna. Es decir, el fin es ser incluidos en el Estado y los mercados modernos al margen de los medios que se utilicen para lograr tal inclusión.
En ese sentido el desarrollo agrario basado en la entrega de tierras a campesinos puede no ser necesariamente el medio más efectivo, ni menos conflictivo, para modernizar las regiones. Más aún, en determinadas circunstancias el dogmatismo con que se quiere imponer una política redistributiva y restaurativa puede ser contrario a la modernización. Sobre todo cuando por una aplicación excesiva se destruye las bases del desarrollo capitalista.
Los ejemplos abundan. El más evidente es el de la negativa a las inversiones en grandes propiedades agroindustriales en la altillanura. Por el rechazo de numerosos sectores de la sociedad civil a que nuevas tierras fueran utilizadas como latifundios los campesinos se quedaron sin trabajo y sin acceso al capital. Y sin tierras porque allí la única manera de hacer que fueran productivas era con grandes inversiones.
Pero hay ejemplos más sutiles de cómo las buenas intenciones terminan por empeorar las condiciones para la modernización. Muchos empresarios pagaron a los paramilitares para recibir protección contra la guerrilla. No era una cuestión de voluntad. De no hacerlo perdían su propiedad y debían abandonar la región para no ser asesinados. Muchos de ellos lo fueron, de hecho, y si bien en estricto sentido financiaron a los paramilitares también fueron sus víctimas. Hoy en día se los quiere juzgar como el ala económica del paramilitarismo.
El resultado además de inviable, simplemente no cabrían en las cárceles todos los que pagaron extorsión a los paramilitares, tendría efectos perversos en la modernización de las regiones. Mal que bien son estos empresarios los que llevan el capital y relaciones de trabajo modernas a zonas donde la única otra opción son las rentas del conflicto, desde la droga hasta la extorsión. Es así que lo mejor que les puede pasar a los Urabeños para tomarse definitivamente Apartado y la zona bananera es que los empresarios legales sean perseguidos por la justicia.
Vale la pena entonces considerar sin tantas pasiones la idea central contenida en el artículo de Robinson en El Espectador.
Gustavo Duncan
El País, (Cali) Diciembre 20 de 2014
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