
Los jóvenes Lenin, Stalin, Mao y Fidel Castro. Imagen de Mauricio Rojas
La metáfora del paraíso terrenal
En la idea de la revolución, según explica el historiador chileno Mauricio Rojas, hay una idea antigua, una metáfora religiosa: el anhelo del paraíso. La salida del ser humano de su condición (humana) limitada para reencontrarse con la plenitud del creador, la vuelta a Dios. En términos religiosos, la revolución contiene ese imaginario de «redención» que en la modernidad está proponiendo la creación de una sociedad perfecta, de un paraíso terrenal, del reino de Dios en la tierra, una lectura que podrían compartir académicos como Loris Zanatta, Gustavo Duncan, Jorge Giraldo o Jorge Orlando Melo.
Mauricio Rojas fue en su juventud un fervoroso militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Lenin, Stalin, Mao y Fidel Castro fueron sus referentes de juventud. También lo fueron para cientos de iberoamericanos, magrebíes o africanos que formaron o ingresaron en agrupaciones de izquierda radical y que inspirados por estas figuras abrazaron el ideario revolucionario movidos por el deseo de hacer un bien extraordinario, de cambiar totalmente sus sociedades y al ser humano en sí mismo. Rojas analiza que las «tragedias» más importantes de la época moderna han sido el surgimiento de las ideologías totalitarias, a saber: el nazismo, el comunismo y, actualmente, el islamismo más reaccionario en países como Irak o Siria. Esas ideologías han sobrepasado las líneas rojas al pretender y al decir que sus ideales son posibles y realizables en este mundo.
Los revolucionarios prometen el paraíso en la tierra y creen que la redención puede darse en este mundo. La negación de un mundo imperfecto y el querer construir el más allá —aquí en la tierra— ha causado grandes tragedias a la humanidad. Los humanos no son ángeles. El ser humano crea sociedades a medida del ser humano. Ese proyecto de salvación y de redención excede la posibilidad y la capacidad humanas. De ahí el peligro que encarna esa idea del «hombre nuevo» y el querer reinventar la humanidad a partir de un ideal que sale de la imaginación de un profeta revolucionario. En ese orden de ideas —y frente a ese ideal de perfección—, todo ser humano que sea ‘defectuoso’ y que rompa con la armonía de la unidad anhelada —de esa totalidad que se ambiciona a través de la uniformización de la vida en la comunidad orgánica— deberá ser corregido, reeducado. Y si eso tampoco resulta entonces tendrá que ser eliminado, según se extrae de los planteamientos esbozados por el intelectual chileno[1].

Ese hombre nuevo del Che Guevara se plantea diferente al ideal humano del nazismo, pero igualmente tiene una estética muy poderosa. En esa invitación a crear un hombre nuevo también hay una invitación al genocidio en un sentido exacto, continúa Rojas, al explicar que buscar la muerte del hombre tal y como es para crear la fantasía de los profetas revolucionarios es algo similar a lo que ocurre con ciertas corrientes islamistas que pretenden crear sociedades de «santones religiosos». Se han visto a causa de esas ideologías —y todavía se verán muchas más— barbaridades en nombre de ese hombre nuevo del futuro. El hombre nuevo nunca llega ni llegará, aparecen, en cambio, los campos de concentración, las cárceles, las matanzas. Los seres humanos seguirán siendo «incorregibles»: Humanos.

Para las corrientes totalitarias, «¿qué importan los pequeños seres humanos de aquí y ahora cuando estamos creando los seres humanos definitivos y para siempre, ángeles en la tierra? Indudablemente esto también es religioso […] Es una religión secularizada, una religión atea, por contradictorio que parezca, es el paraíso, es la redención, es una forma pseudocientífica de hablar de aquello que siempre nos habló la divina providencia. El plan sagrado: La redención del ser humano. De eso trata la historia sagrada». ¿Qué hicieron estas ideologías? Algo más moderno: «Leyes de la historia. Cosas de este mundo. Nos hacen marchar al paraíso en la tierra tal y como la divina providencia nos hace marchar —y sufriendo bastante— a ese fin que es la redención definitiva».
«El marxismo nos dice una cosa que es muy importante [y es que ese paraíso en la tierra] viene ahora, mañana, está golpeando la puerta y tú la vas a abrir. Tiene un sello de apocalipsis. Otra vez la religión. Quien haya leído el apocalipsis sabe de qué se trata. El fin del mundo tal y como lo conocemos para abrirle las puertas al reino milenario de Cristo sobre la tierra, contradictoriamente con otros mensajes del Nuevo Testamento [segunda parte de la Biblia cristiana], aquí viene Cristo. La edad media lo veía así […] como un guerrero que vuelve a ese último combate [y va a] la derrota del malo, del mal, del demonio, de todo lo que hace al ser humano defectuoso, esa gran batalla es definitiva porque limpia al ser humano. Reina Cristo con los justos». Toda la mística y la estética de estas ideologías —y no menos del marxismo— es esta. El momento definitivo, el enfrentamiento final, donde la violencia cumple un rol muy importante porque «nos depura, nos eleva, nos saca de la condición limitada». «La gran causa nos convierte, contradictoriamente, en ángeles porque nos entregamos y dejamos todo interés pequeño en casa. Lo olvidamos para entregarnos completamente a esta causa que —no es divina exactamente porque ha sido terrenalizada, pero— tiene todos los rasgos de este tipo de místicas […] En eso estuve yo, creyendo que la revolución estaba golpeando a las puertas de la historia, porque la pura predicción de que un día vendrá el comunismo […] no bastaría para crear la excitación de ese idealismo militante que llega a ese tipo de combate final contra el mal. Todo esto es lo que un Marx le entregó a la humanidad y [que] le ha hecho tanto mal a la humanidad», sostiene Rojas. El autor chileno ha analizado en detalle la esencia totalitaria del marxismo-leninismo y el pensamiento leninista, esboza que Marx y Lenin querían lo mismo, la gran diferencia entre ambos fue que Lenin —quien por cierto no era racista como Marx—, hizo aquello que Marx no pudo[2].

«Pero a todo esto le falta una pieza clave: ¿Cómo se convierten todas estas ideas en movimientos capaces de tomarse el poder y de crear dictaduras totalitarias? Lenin creó una escuela de la cual aprendieron los nazis y también los islamistas militantes». «Hitler observaba el movimiento comunista militante y no es casualidad su bandera roja con una esvástica negra en el centro. Hitler lo dice en Mi lucha (1925): El rojo, la pasión, la lucha. Un símbolo poderoso en el centro: La hoz y el martillo transformados en esvástica. Pero no solo es la estética, es la idea del movimiento, de los entregados, del partido revolucionario. Esa es la creación y el gran aporte de Lenin, siendo muy joven, a comienzos del siglo pasado —en su exilio forzado en Siberia, donde tantos revolucionarios fueron a la escuela revolucionaria, ahí pasaban dos o tres años y salían más perfeccionados en sus creencias—, inventa la idea de que para hacer la revolución hay que crear un pequeño núcleo de personas absolutamente entregadas que han desaparecido como individualidad para ser parte del partido. Por eso Lenin habló del hombre-partido, un pedazo del ser colectivo al que le entregan todo, renunciando a todo interés particular. Esta vanguardia revolucionaria va a ser la transformadora del mundo. Fueron los hombres que llegaron a transformar ese país en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). ¿Cuántos eran en 1917? Unas cinco mil personas en un país de más de 100 millones. Estas eran personas entregadas, educadas, formadas, que no tenían vida propia, vivían para el comunismo, vivían anticipadamente la vida del partido, ya no existían como seres individuales, sino que estaban completamente entregados».
«Yo fui uno de ellos. No había palabra más honorífica en el MIR —en el cual yo milité— que ser un bolchevique, un «bolche». El «bolche» era ese ser que se había convertido en una parte del organismo colectivo revolucionario. Esa ha sido la fuerza —que ha transformado países como Rusia o como China o Vietnam o Alemania, en el caso de los nazis— de estas utopías terribles que terminan siendo los regímenes totalitarios. Cuando veo jóvenes en Irak o en donde sea —ese islamista fanático que se va a inmolar con bombas en el cuerpo— digo: «Ahí voy yo». «Es la misma mística, la misma idea, es la entrega total. La desaparición en este caso ya física como persona por esa gran causa a la que nos estamos entregando», puntualiza el escritor chileno.
La moral revolucionaria o el fin justifica los medios
El fin supremo —que justifica todos los medios— es el que crea una moral en los revolucionarios. Ese fin deslumbrante —la creación del paraíso en la tierra y el hombre nuevo— termina justificando el uso de cualquier medio. ¿Por qué? Plantea Rojas: «¿Qué importa lo que hagamos? ¿Qué importan la mentira, la verdad, el engaño, la traición, la muerte de algunos o de muchos cuando se trata de algo tan importante y sublime como la creación de un mundo nuevo? Eso lo experimenté completamente en mi juventud cuando me empezaba a convertir en un «criminal perfecto» de aquellos de los que hablaba Albert Camus en El hombre rebelde (1951)». Es un hombre dispuesto a cualquier cosa porque el fin justifica todos los medios. Las acciones de los revolucionarios no se juzgan con un rasero de lo ético o aceptable —de la moral común— sino en función de su «utilidad revolucionaria».
Los hombres que militan en ese tipo de movimientos no tienen esa moral común que resulta tan importante para los seres humanos comunes y corrientes, donde juzgamos el bien y el mal de las cosas que hacemos. No existe esa moral. Existe, únicamente, la moral revolucionaria y la moral revolucionaria solo tiene solo un mandamiento: «Lo que es bueno para la revolución, es bueno». Independiente de su implicación y alcance, de lo que se requiera, sean elecciones democráticas, sean bombas, sean ejecuciones masivas, sean campos de concentración, Gulag, Campos de la Muerte de Pol Pot en Camboya o la Revolución Cultural China. «Eso lo hicieron militantes del comunismo —gente como yo—, idealistas que habían llegado al poder y que estaban construyendo a palos, con terror, el hombre nuevo». Todo esto termina en una sociedad totalitaria. Y termina en lo que Che Guevara dijo en su «Mensaje a la Tricontinental», en abril de 1967: «El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar».
«Esa necesidad de que el revolucionario se convierta en «una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar» nos da la paradoja terrible de ese idealismo que a los 16 años te lleva a entregarte a una causa que te termina pidiendo y tú te lo terminas pidiendo: convertirte en «una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar»», describe Mauricio Rojas. En línea similar argumenta Héctor Leis, ex guerrillero argentino de la agrupación Montoneros: «Apuntar con un arma y tirar a un blanco, para después tirarle a una persona, fue lo más natural para mi generación». Y admite: «Yo quería matar a todos, no podía parar». Leis pidió perdón: «No puedo arrepentirme por lo que hice porque lo hice queriendo y empujado por el espíritu de época. Pero sí pido perdón por el sufrimiento causado por mis acciones, lo nuestro fue una locura que fue al encuentro de otra locura». «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. No basta con querer el bien, especialmente esa bondad que nos desborda, porque así terminamos construyendo infiernos en la tierra», acepta Rojas.
«Para mí —sin ser creyente, pero como lector de la Biblia— se debe tener cuidado: Construye realidades o sociedades a tu medida, no trates de inventar hombres nuevos, ni paraísos. «Mi reino no es de este mundo». Algunos creerán en ese reino de otro mundo, puede que yo no crea, pero la lección fundamental es no salirnos de la medida humana, no [pretender] construir sociedades para ángeles. [Hay que] entender que podemos hacer una sociedad mejor, pero nunca perfecta. Debemos esforzarnos por ser un poquito mejores cada día, pero nunca [seremos] ángeles. Quien empieza a jugar con esas ideas y a creerse un pequeño dios que puede inventar al hombre [nuevo] o al mundo de nuevo termina construyendo realidades terribles», zanja el ex revolucionario chileno quien enfatiza en esa condición para reiterar que habla con el conocimiento que le confiere haber sido parte de y haber estado inmerso en una agrupación radical como «creyente» de este tipo de ideas.
Ética individual y ciudadanía
Héctor Leis hizo una lectura crítica y notable de sus ideas y de su militancia de juventud. Quedó consignada en su Testamento de los años 70 (2012). En este documento analiza y cuestiona sus ideas, sus acciones y sus creencias: «En esa época nadie pensaba que una organización revolucionaria, aun cuando pusiera bombas y matara personas inocentes, pudiera ser terrorista. Igual que mis compañeros, yo era un terrorista de alma bella. La verdad es difícil de aceptar no sólo para aquellos que fueron guerrilleros, sino para la mayoría de argentinos […] nuestra motivación era noble. Conservo todavía un recuerdo feliz de mi vida en aquellos años. Fueron sombríos pero también llenos de desprendimiento, alegría y amor. Sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal en sí mismo, pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos en malos, sin darnos tiempo para tomar conciencia. El retorno de este camino sería extremadamente difícil para la mayoría, casi imposible».
Leis admite haber contribuido al sufrimiento argentino «con acciones y pensamientos luminosamente ciegos», habla del accionar ilegítimo de los movimientos subversivos bajo un gobierno democrático, ahonda en los hechos y en los actores de la convulsionada década de 1970, aborda la relación entre terrorismo, guerrilla y revolución, contempla el conflicto generacional y los complejos liderazgos de esos años. Héctor Leis finaliza con una profunda reflexión sobre el resentimiento, la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón, aproxima lo que ocurre cuando las sociedades no se atreven a ajustar cuentas con el pasado y, en cambio, falsifican y manipulan la historia e instrumentalizan la memoria. Su Testamento de los años 70 es un documento muy útil para reflexionar sobre la Argentina actual y su transición inacabada, pero también para analizar y comparar otras realidades geográficas que han experimentado procesos de transición, comprenderlos en sus avances, complejidades, éxitos y retrocesos. Hacerlo ayudaría a entender –o a resignar– que muchas veces habrá que ceder y sacrificar más de lo esperado o deseable en términos de justicia, pero aquello en lo que definitivamente no se puede hacer concesiones es en la verdad. ¿Por qué? Porque de la verdad dependen el perdón, la no repetición, la reconciliación y el futuro.
Hace algunos años, del otro lado del Atlántico, en Marruecos, le pregunté a algunos ex prisioneros políticos y de conciencia —que militaron y conformaron organizaciones de extrema izquierda, las marxistas-leninistas Ilal Amam y el Movimiento 23 de Marzo—, sus orientaciones de la juventud. Los ideales y las motivaciones fueron las mismas: transformar sus países y mejorar las condiciones de sus sociedades. También en los marroquíes había ese idealismo, ese amor al género humano y el deseo de cambiarlo todo. Hablaron de democracia, de derechos humanos, de humanismo. Marruecos estaba inmerso en los Años de plomo (1960-1990), un periodo de intensa represión política. No obstante, el triunfo del proyecto revolucionario tampoco allí se habría traducido en democracia y en Estado de derecho. Abdelaziz Tribak, devenido en «revolucionario profesional», se convirtió en Mohamed Sahel en Ilal Amam [«Adelante»].
Tribak también ha dejado constancia de su trayectoria y militancia al interior del movimiento de extrema izquierda, da cuenta del mundo de la clandestinidad, de su detención en Derb Moulay Cherif (antiguo centro secreto de detención y tortura en Casablanca) y de los 11 años de prisión efectiva en la cárcel de Kenitra. Observa Derb Moulay Cherif como «una verdadera máquina de tortura para aplastar los cuerpos y las almas de quienes pasaron y se quedaron en ese centro de detención clandestina». Abunda, además, en la lógica política de Ilal Amam, disecciona el andamiaje ideológico de esa estructura, así como la naturaleza volátil del pensamiento político y la forma simplista de organizar y de «luchar» contra un régimen autoritario fuerte y apremiado, poniendo innecesariamente en peligro la vida de los militantes de esa organización.
Ilal Amam, como otros movimientos análogos, no escapó de las prácticas estalinistas con sus propios militantes y críticos (dentro de la cárcel), una vez que el régimen desarticuló esos movimientos, así reconstruye Tribak en Ilal Amam, autopsie d’un calvaire (2009). Hubo algunos marroquíes, protagonistas de esos años, que explicaron que, en ese momento, tenían una mirada crítica del modelo soviético estalinista por considerarlo «reformista». Para Mauricio Rojas, sin embargo, Stalin fue el mejor discípulo de Lenin. Las agrupaciones de extrema izquierda marroquí, al parecer, veían a Cuba como un referente ideal más potente y estimulante que la URSS. «La revolución de los barbudos, Che Guevara, Fidel Castro». Y es que el referente cubano también fue clave para los guerrilleros latinoamericanos. Véanse, entre diferentes casos, los argentinos de Montoneros, organización que amalgamó ideas marxistas-leninistas, peronismo e influencias religiosas o los colombianos del Ejército de Liberación Nacional (ELN), organización subversiva, guevarista y de raíces católicas que sigue activa, aunque ya sin ideología, dedicada al accionar mafioso y criminal.
Revoluciones triunfantes y revoluciones fallidas
Mauricio Rojas debió exiliarse en Suecia en 1974. Héctor Leis se exilió en Brasil en 1976. Los marroquíes consultados fueron detenidos, llevados a centros clandestinos, entre 1974 y 1976, después —sometidos a juicios viciados y sin garantías— sentenciados a duras condenas de cárcel, permanecieron en prisión entre 11 y hasta 22 años. Recuperaron la libertad a finales de la década de 1980 y durante los años noventa. El argentino Héctor Leis falleció en Florianópolis, al sur de Brasil, en 2014, padecía una enfermedad degenerativa.
Las revoluciones que triunfaron instalaron sistemas totalitarios, las que fracasaron se saldaron con víctimas, desaparecidos, torturados, exiliados, perseguidos y prisioneros políticos: «a fines de los años setenta […] el país se hundía en una lucha fratricida que terminaría desquiciando a su pueblo y destruyendo su antigua democracia. Yo puse mi granito de arena en esa triste obra de destrucción y lo hice como un «bolchevique», es decir, con absoluta dedicación. Finalmente, ni cambiamos el mundo ni liberamos a nadie. Terminamos como víctimas y como tal nos acogieron en todas partes. Pero podríamos haber terminado como verdugos, como lo han sido todos aquellos «bolches» que han llegado al poder inspirados por la transformación total del mundo y la creación del hombre nuevo».
Las ideologías totalitarias han desplegado su brutalidad y barbarie causando incalculables muertes y sufrimientos donde lograron imponerse. Las caracteriza la gran promesa irrealizable de la redención y del paraíso en la tierra. Esa es la gran diferencia respecto de la religión cristiana. Si Jesús plantea que su reino no es de este mundo, los revolucionarios venden humo anunciando que establecerán paraísos en la tierra. Esas formas de idealismo justifican la violencia y han sido definidas por Mauricio Rojas como «desventuras del idealismo». Héctor Leis también lo evidenció en el documental El diálogo, resultado del encuentro que sostuvo con Graciela Fernández Meijide, madre de un joven desaparecido durante la dictadura militar argentina y emblemática activista de derechos humanos que integró la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.
Héctor Leis y Mauricio Rojas son más la excepción que la regla. Leis y Rojas —a diferencia de la mayoría de revolucionarios latinoamericanos— han tenido el valor de mirar crudamente el pasado despojando de cualquier romanticismo la lucha armada y el sueño revolucionario. En Marruecos la aproximación escrita más explícita que pude obtener en esa dirección fue la de Abdelaziz Tribak.
Si la revolución sacia el hambre adolescente, absorbe el desenfreno juvenil y colma al pubescente frenético idealista, la crítica individual que elabora un ciudadano respecto a su pasado revolucionario es un signo de adultez. No se trata de una confesión/penitencia en sentido religioso, tampoco de autocrítica marxista, es más una expresión de madurez, de ética individual y de responsabilidad ciudadana que, por lo mismo, parece tener carácter excepcional. Hay entre los revolucionarios de ayer y los nostálgicos revolucionarios de hoy una desconcertante senilidad pueril, cierta tendencia a la prolongada y hasta imperecedera adolescencia.
[1] Mauricio Rojas explica por qué el idealismo puede ser una desventura. El Líbero (8 de noviembre de 2014).
[2] Rojas, M. (2017). Lenin y el totalitarismo. Debate: Santiago de Chile, Chile. 218 páginas.
Clara Riveros, analista política y directora de CPLATAM -Análisis Político en América Latina-.
Julio, 2020
José María Lizundia
Apuntaría sobre lo ya dicho el apetito martirológico, quién se apresta a morir tiene más justificado matar y provoca ejemplaridad y testimonio. El sujeto a redimir solo es el trabajador, no la viuda, el emigrante que diría Levinas. El trabajador es la encarnación del pueblo. Las raíces cristianas constituyen homologías, trasplantes del marxismo revolucionario. Mitad del SXIX jesuitas franceses, la justicia social como el gran telos epocal. No hay otro, las encíclicas como Rerum Novarum, la teología de liberación, cristianos de base. el arraigo espectacular en latinoamérica siempre atenta a lso atajos históricos, al urgencia de la utopia, la culminación de la redención.
A los calvinistas ni se les ocurre