La tragedia del UP

Publicado en: Análisis, Colombia 0

El exterminio de la UP es uno de los episodios más dolorosos y vergonzosos de nuestra sociedad. No solo por el asesinato de más de 3000 militantes de un partido político sino porque es el símbolo de cómo la democracia en Colombia recurrentemente ha pasado por la violencia. La amenaza, el asesinato y la desaparición de los contendores, así como la presión armada contra sus seguidores, ha sido moneda corriente en el repertorio electoral.

La otra cara de la tragedia de la UP es que todavía es muy poco lo que se ha elaborado sobre qué la originó, qué sectores toman la decisión de usar las armas, cuál fue su racionalidad y su motivación y por qué la violencia política se ha perpetuado durante tanto tiempo. Salvo algunos libros académicos y periodísticos poco se ha profundizado de manera rigurosa sobre el asunto.

La izquierda ha tendido a crear un discurso conspirativo, en que culpa al estado y a las elites económicas de elaborar un plan de exterminio de los movimientos sociales y de concentración de la riqueza a través de megaproyectos. Esta postura no resiste un menor análisis a la luz de la evidencia existente.

Si bien es cierto que agentes del estado intervinieron directa e indirectamente en el asesinato de muchos miembros de la UP no puede sostenerse que haya sido una política de estado. ¿Puede uno afirmar que Betancur, Barco y Gaviria, los mandatarios durante el exterminio, estuvieron involucrados? Fueron más bien una serie de políticos regionales, algunos con aspiraciones nacionales, quienes estuvieron detrás de las muertes.

Del mismo modo no hay mayor evidencia que vincule a los grandes capitalistas de Colombia. ¿Existieron acaso las autodefensas de Santo Domingo o de Sarmiento? De nuevo fueron elites regionales -terratenientes, ganaderos, comerciantes y, sobre todo, narcotraficantes- las que proveyeron las necesidades económicas de la contrainsurgencia privada.

No se trató tampoco de que las elites regionales fueran particularmente malvadas, o al menos más malvadas que las elites del centro. El asunto era que en las regiones el avance militar de las guerrillas era una amenaza concreta al orden establecido, mucho más fuerte que en el centro donde el conflicto apenas tocaba directamente los intereses de las elites.

Eran entonces las elites regionales las que tenían que organizar el paramilitarismo para evitar que sus intereses fueran arrasados por el secuestro y demás prácticas expropiativas de las guerrillas. Más aún, dado que las guerrillas no contaban con los medios militares para escalar la guerra al nivel nacional, su verdadera amenaza se centraba en objetivos regionales.

El problema era que dentro de la estrategia de expansión territorial de las guerrillas estaba también la política legal. La UP fue el frente político de las Farc con ese propósito: Braulio Herrera e Iván Márquez fueron congresistas. Y aunque muchos de sus militantes no fueran guerrilleros, incluso algunos no fueran amigos de la lucha armada, para las elites regionales su entrada en la competencia electoral significaba que aliados de quienes los mataban, secuestraban y expropiaban los iban a despojar del manejo de las instituciones del estado local.

La respuesta, sobra decir, fue implacable. Pero no se trató de una conspiración de oligarquías de estado ni de la defensa a sangre y fuego de megaproyectos. La verdad fue más mundana y más sangrienta que eso.

Gustavo Duncan
El País (Cali), Octubre 25 de 2014

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