Elogio de la conversación política

Cuando, al luchar no sólo por la presidencia sino principalmente por la democracia, Raúl Alfonsín recitaba el Preámbulo de la Constitución nacional en los actos de la campaña electoral de 1983, hacía algo más que buscar votos para alcanzar el poder: encarnaba la conciencia pedagógica de la política, una conciencia que nos llega desde la Antigüedad clásica, de una tradición según la cual el fin de la educación es, como le recuerda el viejo Fénix al joven Aquiles, «pronunciar palabras y [.] realizar acciones». Hacer y explicar los actos, anticipar los hechos con palabras, de modo tal que en el centro de la escena pública haya no sólo un objetivo sino también una justificación son las dos tareas que entrelazan desde siempre la política y la filosofía, el orden de la argumentación y el de la intervención sobre lo real.

Explorar esa relación es la tarea que llevarán a cabo algunos de los más de cuarenta invitados -24 argentinos, siete franceses y otros siete alemanes- que mañana, sábado, se reunirán en el Centro Cultural San Martín para la edición argentina de La Noche de la Filosofía, nombre dado a un festival originado en París que ya se ha efectuado en Londres, Nueva York, Atenas, Berlín y Rabat, y en el que, aun si se abordarán temas y problemas de naturalezas diversas, se recrean los antiguos lazos que en la polis vinculaban argumentación y ciudadanía.

No todas las intervenciones se ocuparán, como se ha dicho, de cuestiones propiamente políticas -aunque sí lo harán muchas de ellas-, pero el hecho mismo, la puesta en escena de discursos filosóficos o, más en general, intelectuales en el espacio público, interroga no sólo la naturaleza, sino quizá especialmente la situación actual del vínculo entre la política y las ideas, en épocas en que la primera parece particularmente esquiva al uso del lenguaje como la herramienta privilegiada de que se valió en la tradición occidental.

Aun si la posición refractaria de la política respecto del lenguaje no es exclusiva de nuestro país, parece en ocasiones acentuarse entre nosotros; un rechazo más visible -y más grave- cuando los candidatos que aspiran a la presidencia con posibilidades más o menos ciertas de acceder a ella son intensamente esquivos a la formulación de discursos sobre la sociedad, su presente y futuro.

Pareciera, y la fenomenología concreta de sus conductas públicas lo confirma, que albergan un fuerte sentimiento antiintelectual, compartido con zonas no menores de la sociedad, cuya consecuencia es una desconfianza radical respecto del verbo leer en todas sus declinaciones: no solamente de la lectura de textos, sino de la lectura de la sociedad, de la cultura de nuestro tiempo, de los desafíos del mundo contemporáneo, de las frases enriquecidas por las complejas subordinadas que produce la imaginación, de los vericuetos a los que lleva la curiosidad, de las tradiciones políticas de las que provienen. Desconfiar de la lectura es también desconfiar de la interpretación y, sobre todo, de la narración misma, es decir, de la técnica más sofisticada que nuestra cultura ha desarrollado para organizar las cosas del mundo y de la vida propia y colectiva, y de la cual dependen tanto la opinión como el conocimiento, y las diversas tesis sobre la verdad y sus posibilidades.

Si las narrativas diversas siempre disputan entre sí, si todas ellas sostienen un conflicto de interpretaciones, en la vida democrática el momento culminante de ese conflicto es el que antecede a las elecciones. Ése es el momentum de la polis, en el cual la disputa principal se traduce en votos, entendidos éstos como la expresión de una preferencia pero también de un deseo, al cual los relatos contradictorios o complementarios de la política deben una promesa de satisfacción colectiva.

Pero la política no sólo captura el deseo de la ciudad, sino que también debe argumentar acerca del camino que, nunca fácilmente y nunca con el acuerdo de todos, debe conducir del presente al futuro, a un futuro siempre provisorio, como lo son los asuntos humanos. Porque el tránsito común desde el presente hacia el futuro sólo puede realizarse en el espacio simbólico de un Estado que no es un mero conjunto de instrumentos, agencias o capacidades técnicas, sino, sobre todo, un espacio público de deliberación, un conjunto de instituciones simbólicas en cuyo marco se expresan, bajo la forma de discursos políticos, las razones por las cuales queremos vivir juntos. Un espacio de ideas y argumentos, en cuyo origen confluyen los deseos, los intereses y el entendimiento, pero que sólo puede, como espacio común, realizarse en y por el logos.

La política es un asunto importante: hay algo sobre qué reflexionar y es en consecuencia necesario que pensemos las cosas adecuadas antes de tomar decisiones si pretendemos obtener el mejor resultado posible de la puja entre los deseos, los proyectos individuales y colectivos, los objetivos que se quieren alcanzar y los esfuerzos que deben realizarse para ello. Y esa importancia es la que agrava el carácter esquivo de los políticos respecto de las palabras y del modo en que con éstas se construyen argumentos y no sólo afirmaciones.

Pareciera como si se quisiera salir de una década de exceso de palabras inaugurando una época de indefiniciones, sin percatarse de que una y otra son formas equivalentes de la antipolítica. Los años kirchneristas no fueron años políticos; de hecho, el pobre estado actual del debate público debe mucho a un gobierno cuyo modo de utilizar las palabras, aun si eficaz en la construcción de un relato, consistió en cancelar el espacio común de la conversación, sustituyendo la narrativa de lo humano, siempre puesta a prueba por los otros, por el relato mitologizado del origen y el destino de quienes están más allá de la historia y de las exigencias de prueba que ésta trae consigo. No todo discurso dicho en el espacio público es político; para serlo, debe asumir que frente a quien enuncia no hay un auditorio, sino un interlocutor; que la democracia no se constituye en la enunciación, sino en la deliberación; no en la arenga, sino en la argumentación. «La educación política -escribió Michael Oakeshott- no sólo implica llegar a comprender una tradición; implica llegar a participar de una conversación.»

Esa conversación es la gran ausente de nuestra escena pública y no podrá realizarse en tanto los líderes políticos y de opinión insistan con el ataque reiterado contra el mundo de las ideas. La catástrofe de nuestra sociedad, de la pobreza e impotencia, de la violencia y la vileza, de las injusticias y desigualdades que la dominan después de 30 años de democracia son una prueba de que es necesario reforzar las actitudes y los debates intelectuales en lugar de continuar soslayándolos.

Esa conversación, que entre nosotros quiso iniciar Alfonsín con su lectura del Preámbulo, está interrumpida y debe renovarse. La Noche de la Filosofía, con su diversidad de perspectivas, de estrategias interpretativas, de registros discursivos será un buen sitio para ejercitarse en las artes de la argumentación y de la conversación filosófica. Contribuirá de ese modo a revitalizar una escena política en la que participan los ciudadanos, pero que es abandonada por los hombres públicos. Quizá convenga advertir que no hay futuro sin imaginación y que no hay imaginación sin pensamiento. Sólo el pensamiento, sólo los argumentos bien expresados, las ideas claras permiten desarrollar una narrativa que convoque a un futuro mejor. Las conductas antiintelectuales, el desprecio por las potencias de la palabra, la expulsión de los interlocutores no sólo empobrecen el presente, sino que auguran que nuestra democracia será cada día más precaria y que será menos capaz de afrontar las viejas y nuevas catástrofes de nuestra sociedad.

Alejandro Katz, Socio del CPA
La Nación, 26-6-15

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