MONTEVIDEO.- Las elecciones argentinas de mitad de período generan expectativa en la región. Más allá de tratarse de una renovación parcial del Congreso, hay signos de fin de régimen. Sumados sus dos protagonistas, este gobierno lleva ya diez años y le quedan aún dos más. Pero el declive se hace notar.
Si la tendencia marcada en las primarias y lo que dicen las encuestas se cumplen mañana, el impacto electoral no sólo golpeará a la Argentina sino a toda la región.
La pregunta clave es si esto será el comienzo del ocaso de los regímenes populistas de dudosa filiación democrática que mandaron sobre el continente durante más de una década. Cuando en enero de 1999 Hugo Chávez asumió la presidencia de Venezuela, comenzó una etapa compleja, retorcida y autoritaria, que incluso contaminó a aquellos países que hasta hoy se esfuerzan por mantener un claro respeto a la institucionalidad democrática.
Cristina Fernández enfrenta su hora más difícil, pero también Venezuela cayó en una situación de imprevisible pronóstico. Enfermo, casi moribundo, Chávez había logrado un triunfo electoral contundente a fines de 2012. Pero la enfermedad pudo más y, dado que murió sin haber asumido, hubo que repetir una elección donde su ungido delfín a duras penas arañó el triunfo. Y su vapuleado contrincante, Henrique Capriles, emergió como la alternativa visible para liderar una salida diferente. Todo esto permite ser optimista, pero siempre queda alguna rendija para el pesimismo.
Por un lado, si bien ungido por Chávez, Nicolás Maduro se transforma día tras día en una pesadilla aun para el chavismo. Cuanto más dictatorial, intolerante y belicosa es su delirante y ridícula retórica, menos fuerte es. Sus arremetidas son inversamente proporcionales a su genuino poder. Es que la condición de caudillo no se hereda.
Esto reforzará a los opositores agrupados tras de Capriles. Pero una debilidad extrema podría forzar a otros chavistas a apresurar un desenlace y adueñarse del poder. No necesariamente se saldrían con la suya, pero, según cómo se barajen las cartas, persiste la posibilidad de cambiar salteándose un camino de genuina legalidad democrática.
Basta recordar un dato. Si bien Maduro sacó un porcentaje muy por debajo de lo logrado meses antes, eso no señala la reversión de una cultura populista legada por Chávez. Mucha gente lo siguió con devoción y puede haber quedado en Venezuela un sustrato de su visión autoritaria, en una versión muy local de algo que se pareció a lo que en los 30 fue el fascismo italiano.
La desaparición del chavismo puede sí desarticular algo más complejo y dañino que envenenó al continente, incluso a aquellos países que no tenían semejanza institucional con estos populismos. Con su reparto de dádivas, cual un Napoleón que se movía con petróleo y no con tropas, Chávez logró construir un aceitado «sistema interamericano» que, en realidad, fue un club de presidentes amigos (Unasur y, eventualmente, Mercosur) con destructiva incidencia política. Lo sucedido con Paraguay, tras la destitución en juicio político de Fernando Lugo, fue una muestra de esa manipulación prepotente y arbitraria a nivel continental.
Rafael Correa podría asumir el liderazgo regional. Fue el discípulo dilecto de Chávez y ha sido más autoritario que su mentor, implacable en su persecución a la prensa, abusivo en su manipulación de jueces, capaz de encender la pradera ante la menor provocación. Pero en otros temas se mostró inteligente y pese a haber destruido institucionalmente a su país, tal vez algunas cosas le deje. Y no sólo obras públicas, que las hizo, sino un mayor interés en resolver temas educativos, la preocupación en dar respuestas inteligentes al tema de la seguridad social y la búsqueda de mercados nuevos mediante tratados de libre comercio, cosa que es mala palabra para otros populistas.
Pero si esta realidad empieza a descomponerse, ¿qué hará Correa? No dejará de ser un tiranuelo; en eso ya no hay retorno. Pero parece el más apto para reacomodarse a los cambios. Seguirá siendo, para dentro, el dictador que ya es y para fuera mostrará cintura para sobrevivir estas transformaciones.
La cuestión entonces está en la Argentina. Tanto ahora como cuando tal vez llegue, como todo lo indica, el verdadero final en dos años.
El problema es que el fin del kirchnerismo, así como fue en su momento el fin del menemismo, no es el fin del peronismo, sino su transformación en algo nuevo, que igual arrastra lo viejo.
¿Cuánto de lo peor del kirchnerismo quedará atrás si gana, tanto ahora como en dos años, esa nueva versión del peronismo que se insinúa con Sergio Massa o, en su defecto, con quien deba venir? Habrá un vuelco, sin duda, pero, aunque liquide lo peor de este régimen, es posible que algo subsista.
La elección puede indicar que este obtuso y autoritario populismo continental entró en su ocaso. El tema es si será sustituido de una buena vez por democracias modernas, de sólido sustento constitucional republicano, con sentido liberal en cuanto a la esencialidad de las libertades individuales, garantizadas por la separación y la independencia de los tres poderes. ¿Será posible eso algún día?
Sábado 26 de octubre de 2013
Por Tomás Linn | Para LA NACION
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