
Por José María Lizundia*
Sacralización y profanación
Hubo un filósofo o político eminente, no recuerdo, que dijo que se ama a la humanidad para no tener que amar a las personas concretas. Pero de este otro nombre sí me acuerdo, fue Max Weber quien estableció como elemento decisivo del siglo XX la desacralización del mundo: se había vuelto profano. Y George Bataille habló de la correlación entre lo sagrado y lo profano. Uno y otro actuando en una relación de incitación. Desgraciadamente el mundo ya ha revelado su naturaleza profana, lo que incomoda a las masas hasta límites de exasperación, cuando no desesperación. Yo hago distingos entre asuntos sagrados que están inscritos desde la noche de los tiempos en la psique humana y que se sitúa donde antes regía el mito y la magia, o el animismo, esto es, la religión, y otros de naturaleza más pedestre, por traer causa de contiendas históricas, plenamente profanas. En un mundo desacralizado podemos seguir considerando determinadas devociones y objetos (de culto) sagrados, porque tienen esa condición en el inconsciente colectivo, pero otros que son totalmente profanos, y lo son, por históricos y circunstanciales. Los casos políticos. También sabemos que el caudal de devoción, la necesidad de fe, la demanda de creencia —o como decía el recientemente fallecido George Steiner, el afán de absoluto—, que esa misma pulsión, tan fieramente humana, precede al objeto en que finalmente quede investido (sacralizado), esa necesidad acuciante, como lo demuestran la universalidad del mito y la religión.
La Causa
Ocurre siempre en cualquier Causa por la que combatir, que esta se establece a consta de sus hipotéticos favorecidos. Siempre que hay una Causa, al ser tan imperioso su despliegue, de manera forzosa se ha de desconocer y desplazar a aquellas personas concretas que serían sus beneficiarios. Las dimensiones de la Causa Palestina, como hemos comprobado en el artículo de Clara Riveros que inspira este, son tan colosales y esenciales, que los instrumentos para lograrla pasan a segunda o tercera fila. La Causa lo absorbe todo.
Digamos que se produce una usurpación de titularidad, el creyente en la Causa, al estar investida subjetivamente del numen de lo sagrado, relega a meras piezas sin importancia a los afectados. No hay ninguna posibilidad que tengan voz diferente a ellos, a la de sus adalides o heraldos o, simplemente, que tengan voz. Ninguna. ¡Cuánto menos se admitirán voces de terceros, tan legítimas como las que los abanderados de la Causa se apropian en exclusividad…! Inimaginable es cualquier conato de disidencia e individualidad. Hemos regresado hasta los dominios de Mythos, para abandonar el Logos. La racionalidad comunicativa no es posible, porque no se admite ni la posibilidad —¡posibilidad!— de cualquier acuerdo que se pudiera fraguar negociando. Lo absoluto es lo incondicionado que repele libertad y posibilidad. No es preciso entrar a analizar nada. Sobra.
El Pueblo
Allá donde el Pueblo —en mayúsculas, al igual que la Causa— está dotado de un vigor extraordinario, no hay individuos, no hay ciudadanos, vuelve a desaparecer el sujeto. El Pueblo es la abstracción, el agente de la creencia que se corresponde con la Causa y forma ese binomio sagrado: la Causa del Pueblo, que no admite bromas, censura o meras discrepancias. Solo la de perseverar y satisfacerse en su dramatismo y tragedia. Su gran apuesta, su necesidad, la que justifica la centralidad de la Causa exige la llama intacta del horror, sin ella no hay nada.
El Pueblo al ser Uno, compacto, monolítico no puede ni precisa ser consultado. El pueblo no existe, solo existe el que lo representa. Normalmente quien lo representa es el que ha decidido o aspira a representarlo. El Pueblo es una representación que alguien ostenta, del que es su único titular. En el reverso de esa masa compacta de Pueblo se sitúa el ciudadano, y con él la titularidad individual (en derechos, libertades, decisiones, pero también ¡ojo! indiferencia, desinterés, cansancio, claudicación) de todos y cada uno de los que forman una comunidad. En las democracias existen ciudadanos, que es como demandamos ser considerados, no subsumidos y deglutidos por la categoría de Pueblo. Pueblo es fundamentalmente una voz del exterior que define la naturaleza de los contendientes y lucha para que existan, previendo todas las derrotas sin prometer ninguna victoria. No pensemos mal: la victoria anularía la Causa.
La poesía del Pueblo se transforma en narrativa con la ciudadanía (descripciones, sujetos con voluntad, interacciones, diferencias). En novela inspirada en la vida real y personal. No poesía épica ni epopeya homérica, ni siquiera romántica que envenena los nacionalismos étnicos.

Más palestinos que los palestinos, más papistas que el papa (el de Roma)
El fuego de la creencia en su combustión se nutre de la máxima rigidez e intolerancia, el dogma se exacerba hasta tal punto que se sobrepone a su máxima autoridad o fuente de legitimidad, porque esta falla por insuficiente. Es todo ello un juego de suplantaciones. Así como se suplanta al directamente concernido por la Causa (a su agente), de igual forma que se suplanta la titularidad de los afectados por la del ente Pueblo, también se suplanta la fuente de legitimidad. Depones al que es el Otro para ser tú ese mismo Otro, pero de mayor y mejor cualidad: más palestino que el palestino. Más papista que el papa, más gobierno que el gobierno marroquí. En la línea del fanatismo que no acepta contrariedades, menos límites y razones.
El enunciado “más palestino que los palestinos” tiene una coherencia lógica elemental y es plenamente acorde con la realidad, es una distinción pertinente, una restitución de las posiciones ontológicas reales. Es además un desiderátum ético de primordial jerarquía: nadie absolutamente nadie debe ocupar el papel de las víctimas, no más usurpaciones.
Tras este cuadro tan absolutamente desesperanzador brillan dos luces en el desierto calcinado, un príncipe árabe que dijo que a los palestinos había que empezar a considerarlos como mayores de edad (¡Dónde estamos todavía…!), y el gobierno marroquí que, en el ejercicio de su razón de ser, formula un principio al que está obligado: la primacía absoluta de la soberanía nacional.
*José María Lizundia es escritor español, ha publicado cinco libros sobre el Sáhara, es abogado, miembro de número del Instituto de Estudios Canarios, columnista en ELDIA.es y editor de la colección «Ensayos Saharianos» que reúne siete títulos y seis autores en torno a diferentes temas relacionados con el Magreb.
Un artículo para CPLATAM -Análisis Político en América Latina-
Febrero, 2020
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